Las portadas de las revistas digitales de todo el mundo se han llenado hoy de publicaciones referentes a la vida de la reina Isabel II, la más famosa de la historia de Inglaterra, con permiso de la popular Victoria, en el día del aniversario de su muerte.
El escándalo vino tras la muerte de Diana de Gales, el 31 de agosto de 1997. Al conocer la triste noticia, Carlos de Inglaterra hizo algo que nadie podía esperar: defendió y dignificó a su exesposa. Mientras desde Buckingham Palace intentaban hacer el menor ruido posible en cuanto al traslado del cuerpo, él comenzó a disponer todo tipo de preparativos para que se le diera a Diana la ceremonia regia que merecía.
El príncipe exigió flores y el estandarte real en el ataúd, que sería llevado a hombros por los soldados del regimiento de la princesa de Gales. El recibimiento en Inglaterra no sería encubierto, sino que se invitaría a una comitiva formada por el primer ministro de Gran Bretaña, Tony Blair, representantes del ejército y clero, así como destacados ministros.
La discusión a gritos de la reina Isabel II y su hijo Carlos
Tal y como apunta el libro de Ana Polo Alonso, 'La Reina. La increíble vida de Isabel II', fueron atronadores los gritos que oyeron en palacio. La opinión de la reina era dejar el cuerpo en la morgue de Fulham hasta que la familia Spencer se pronunciara sobre el funeral, pero el entonces Príncipe de Gales no lo permitió. "A chillido limpio, se negó en rotundo y ordenó que se preparase la capilla real del palacio St. James", según relata la autora.
Carlos se trasladó rápidamente a París, donde le esperaba el presidente de Francia, Jacques Chirac, con su esposa y tres de sus ministros. Cuentan que entró muy entero a la sala donde reposaba el cadáver, pero que salió completamente desencajado. Al verla, dijo años después, la chiquilla adorable que fue Diana se apoderó de sus pensamientos, no en todos los problemas y crisis que atravesarían en su matrimonio.
Y, aunque desde el hospital le dijeron que contaban con un pequeño helipuerto para hacer una salida discreta, Carlos se negó rotundamente: "Hay gente que la quiere esperándola fuera", sentenció.
Desde Australia, el hermano de Diana, Charles Spencer, culpaba a la prensa y en especial a los fotógrafos. Era el inicio de lo que se convertiría en una cruzada por la "princesa del pueblo", término que acuñó Tony Blair en su emotivo discurso.
La reacción impulsiva de la reina Isabel II que motivó una lluvia de críticas
Mientras Inglaterra se preparaba para un hecho histórico, un fenómeno de masas jamás visto, la reina Isabel II se encontraba, cuanto menos, alejada de la realidad. Sin entender lo que estaba por venir, la regente parecía más preocupada en ayudar (y proteger) a sus nietos que en las posibles reacciones de su propio pueblo. Así las cosas, ordenó retirar las radios, periódicos y televisiones de palacio. Con una visión distorsionada y muy limitada de lo que estaba pasando fuera, Isabel actuó como creyó mejor, haciendo un duelo sobrio y discreto para que Guillermo y Harry no pasaran por el calvario de enfrentarse a la prensa y a todos los rostros llenos de dolor de sus conciudadanos.
Mientras el palacio de Kensington se llenaba de flores, peluches y cartas de personas afligidas por la muerte de su princesa, Isabel II permanecía en silencio junto a su marido, Felipe de Edimburgo, y sus nietos. Para ella, el silencio representaba dignidad, un gesto estoico de resiliencia frente a la adversidad. Llorar sólo hubiera servido para dar un espectáculo ante la prensa amarilla, que tanto ansiaba seguir tirando del hilo del escándalo real. De hecho, Isabel II solo ha llorado unas pocas veces a lo largo de su reinado.
Sin embargo, no se trataba de si se avivaba el fuego o no, sino de si existía humanidad y empatía en una familia que prefería no transmitir nada. La falta de comunicación se entendió como frialdad y despertó mucha antipatía.
La reina Isabel II, sosa y cabezota a más no poder
Con todo, Isabel seguía considerando la opción más cómoda (para ellos) respecto al funeral, que quería hacer en privado. En palacio ya sabían que eso no podría ser: la reacción en masa de los ingleses había sido tal que no hacer un funeral de Estado hubiese provocado la indignación del pueblo, e incluso desatarse graves altercados. La propuesta de Buckingham de que los niños debían marchar tras el ataúd de su madre era exagerada para los reyes, hasta el punto de que Felipe les chilló por teléfono desde Balmoral: "¡Dejad de decirnos lo que hacer con los niños! ¿Tenéis alguna idea de por lo que están pasando?".
El ambiente se iba calentando, pero lo que desató la furia entre los británicos fue que los edificios públicos de Londres, incluidos los palacios de St. James y Kensington tenían la bandera a media asta, pero el mástil de Buckingham Palace estaba vacío. "El sistema humillando una vez más a Diana", decían, cada vez más enfadados.
Una vez más, los consejeros intentaron que la reina entrara en razón y colgara la bandera en su residencia, tal y como pedía el pueblo y, una vez más, la reina se negó tajantemente desde su retiro en Balmoral. Incluso el primer ministro le instó a que volviera a Londres y se dejara ver. Su hijo Carlos también lo intentó, pero todo fue en vano.
Fue la presión de la prensa, incluso de la más conservadora, la que hizo a Isabel II salir de su estado de irrealidad. Mientras The Sun preguntaba en su portada "¿Dónde está la reina? ¿Dónde está la bandera?", el Daily Express le instaba: "Demuéstrenos que le preocupamos". La reina tuvo que ceder y volver a Londres para mostrar su lado más amable y participar en los eventos del funeral dejando ver su sentimiento de pérdida. La bandera también quedaría a media asta en su palacio.
En su periplo de vuelta hicieron, como parte del lavado de imagen, una incursión en la pequeña capilla de Craithie para rezar por el alma de Diana de Gales. Primera vez en la que se pudo ver a los reyes con su hijo Carlos y sus nietos.
Un espectáculo dantesco y desproporcionado con miles de personas llorando
Al llegar a Londres, la reina, que en su día fue víctima de un intento de asesinato, fue totalmente consciente de la enorme conmoción que había suscitado la muerte de Lady Di entre sus ciudadanos. Lo que fue, según el libro de Ana Polo Alonso, un "espectáculo dantesco y desproporcionado", había unido a un pueblo de una forma inesperada y única. Contra todo pronóstico, la reina decidió quedarse al frente de las puertas de Buckingham, viendo los mensajes, las flores y los recuerdos que se acumulaban en las verjas de palacio. Saludó a la multitud, dividida entre la crítica y el aprecio, mostrando un rostro de aplomo que, según cuenta la prensa, se conmovió cuando una niña le entregó unas flores que pensaba que eran para Lady Di, cuando en realidad eran para ella. La última vez que hizo un gesto parecido fue al terminar la Segunda Guerra Mundial.
El discurso de la reina fue otro punto de controversia. Debía parecer más humana, pero la imagen que realmente dio fue más desafiante que afligida. Le obligaron a reconocer el valor de la princesa, pero no consiguieron que dijera que la quería. Finalmente, la familia real cedió a lo que el público demandaba: la escena de dolor de sus hijos junto a Carlos y Felipe de Edimburgo y su tío el conde charles Spencer. Una imagen que se quedó en el corazón de todos cuantos la vieron y que ayudó a salvar la corona de las críticas durante un tiempo.
El funeral de Diana de Gales hizo replantearse a la monarquía un nuevo capítulo de su historia, y abrió un largo y difícil camino para Isabel II, sin duda mucho más terrenal. La reina recibió a grupos sociales que nunca antes hubieran sido invitados a Buckingham, fue enviada a barrios obreros con grandes problemas económicos y, en general, relajó un poco el protocolo para dar la sensación de que todo era más informal. Eso sí, siguió vistiendo con sus looks monocromáticos, abrigos y bolsos.
Por su parte, Carlos seguía los consejos de Mark Bolland, experto en imagen, que le ayudó a que le vieran como un hombre sensible, vulnerable, que demostraba su dolor.
La estrategia perfecta para salir, una vez más, airosos frente al escándalo.