El pasado 21 de abril, el mundo entero recibió con gran pesar la noticia del fallecimiento del Papa Francisco. Jorge Mario Bergoglio, el primer pontífice latinoamericano, nos dejó tras más de una década de pontificado marcado por su humildad, su espíritu luchador, reformista y su cercanía a los más vulnerables. Hoy, en una jornada histórica impregnada de recogimiento y solemnidad, Roma se ha convertido en el epicentro de un último y sentido adiós que no ha querido perderse (casi) nadie.
Frente al atrio de la majestuosa Basílica de San Pedro, tuvo lugar la Santa Misa exequial del Sumo Pontífice, oficiada por el cardenal italiano Giovanni Battista Re, decano del Colegio Cardenalicio. A la cita han acudido un nutrido grupo de personalidades del más alto nivel: jefes de Estado, casas reales europeas y representantes de distintos credos y culturas, unidos bajo el mismo manto de respeto y homenaje.
Aunque el foco estuvo —como debe ser— en la dimensión espiritual y simbólica de la ceremonia, inevitablemente, el lenguaje silencioso del vestuario habló también en clave de duelo, respeto y tradición. En este contexto, los estilismos elegidos por las asistentes adquirieron una importancia protocolaria de primer orden: sin estridencias ni ostentaciones, con un riguroso respeto al luto y a las normas no escritas de las grandes ceremonias de Estado.
De Charlene de Mónaco a Mette-Marit de Noruega: derroche de sobriedad y luto absoluto entre los primeros asistentes en el funeral del Papa Francisco
(Gtres)
Los asistentes al funeral del Papa Francisco y sus estilismos marcados por el luto más riguroso
A lo largo de la mañana, el majestuoso acceso a la Basílica de San Pedro ha sido un desfile austero de figuras ilustres, envueltas en la sobriedad del negro más absoluto. Entre los primeros en llegar, los reyes Felipe y Matilde de Bélgica, un modelo de discreción y compostura. Desde el Principado de Mónaco, el príncipe Alberto II y la princesa Charlene hicieron acto de presencia, ella vestida de negro cerrado, respetando a la perfección las directrices de protocolo que piden máxima sobriedad en este tipo de actos.
También asistieron los grandes duques Enrique y María Teresa de Luxemburgo, siempre fieles a un ceremonial clásico y elegante. Desde Liechtenstein, Juan Adán II y su hijo, el príncipe Luís, representaron a una de las casas más discretas de Europa.
Desde el otro lado del Atlántico, Donald Trump y Melania Trump se unieron a los presentes. Melania, consciente de la solemnidad del evento, optó por un estilismo impoluto: un abrigo negro de líneas puras, velo corto y maquillaje neutro, en una interpretación ejemplar del respeto a los usos vaticanos.
Por parte de España, la Reina Letizia y el Rey Felipe VI también estuvieron presentes. La reina, conocedora de los códigos más estrictos del protocolo internacional, escogió un dos piezas negro de corte clásico, minimalista pero exquisitamente entallado. Completó el conjunto con una mantilla negra, tradicional del luto en España entre las royals.
Entre los representantes gubernamentales, también asistieron las vicepresidentas María Jesús Montero y Yolanda Díaz, cumpliendo igualmente con la máxima sobriedad requerida. Desde Reino Unido, el príncipe Guillermo de Gales fue el rostro visible de la monarquía británica, en una visita que reafirma la dimensión ecuménica del legado de Francisco.
Se esperaba asimismo la asistencia de royals no europeos, entre ellos los reyes Abdalá II y Rania de Jordania, y así fue.
Ausencias notables en una ceremonia histórica
Aunque la lista de asistentes fue amplia y representativa, también hubo ausencias significativas. La reina Máxima de los Países Bajos, una figura habitual en los grandes eventos internacionales, no pudo estar presente debido a que este funeral coincidía con la celebración del Día del Rey, una fiesta importante de carácter nacional que no podían eludir ni ella ni el rey Guillermo Alejandro; al igual que la princesa de Gales, Kate Middleton, no se dejaron ver en la basílica.
Tras la misa exequial, el féretro del Papa Francisco fue trasladado desde San Pedro hasta la Basílica de Santa María la Mayor, cumpliendo así con su último deseo. Esta procesión, que recorrió las históricas calles del centro de Roma, se convirtió en un acto profundamente simbólico, uniendo al Pontífice con el pueblo de forma literal y emocional.