La llegada de Donald Trump, escoltado por su mujer, Melania Trump, a Reino Unido se ha producido sin sorpresas, es decir, con grandes dosis de escándalo y polémica. Y es que la figura del presidente estadounidense suele acompañarse de controversia y esta ocasión no ha sido una excepción. Incluso antes de pisar suelo británico y poder saludar a su anfitriona, la reina Isabel II, el mandatario estadounidense ya la había liado.
El hecho de que Donald Trump definiese a Meghan Markle como “desagradable” ha añadido tensión a la visita de Estado. La exactriz ha decidido plantar al matrimonio presidencial y dejar que su familia política se encargue de gestionar su presencia en palacio. El príncipe Harry no se mostró demasiado cómodo al lado del hombre que había insultado a su esposa horas antes y, mientras tanto, la Reina Isabel II se afanaba en guardar la compostura con el único fin de salvar el tipo de cara a una visita que se planteaba complicada.
Y es que Donald Trump, pese a su alta posición social incluso antes de ser presidente de los Estados Unidos, parece un poco verde en cuestiones protocolarias. Al menos sí cuando se trata de codearse con una de las familias reales con más historia del mundo. Así lo demostró en el palacio de Buckingham, donde sus anfitriones le quisieron recibir con una cena de gala.
Trump se animó a ofrecer un discurso a las personalidades congregadas: la familia real, miembros de la nobleza británica y representantes de la sociedad más relevante del país. Ensalzó el papel de las tropas británicas en el Desembarco de Normandía y mostró una foto de la época en la que Isabel II aparece reparando un furgón militar con sus propias manos. Dijo de ella que era “una gran mujer” y se animó tanto que llegó el fallo de protocolo.
Aunque pueda parecer nimio, lo cierto es que supone una grave falta de protocolo. Una vez que Donald Trump terminó su discurso, en el que reservó palabras de respeto a la Reina Isabel II, posó su mano en la espalda de la soberana. Tocarla no está bien visto, pero menos aún si se trata de un acto oficial y delante del resto de miembros del clan real y de su corte nobiliaria. A Isabel II pareció no importarle en exceso, respondió con una sonrisa y dejó que su invitado continuase con su espectáculo personal.