No haría esta guía si no hubiese pasado toda mi adolescencia y pubertad con unas uñas tan desastrosas que daban pena nada más mirarlas. El estrés, el aburrimiento, el hambre o el miedo. Todo me resultaba la excusa perfecta para darle un minimordisco a mis uñas y estar entretenido un buen rato. Aunque era algo que hacía de manera completamente inconsciente, sin planearlo, al ver cómo quedaban mis manos, era inevitable no darse cuenta del problema. Tenía el hábito compulsivo de comerme las uñas y eso tenía un nombre: onicofagia. ¡Qué horror! Nada con ese título podía ser bueno y, sin duda, esto no lo era. La onicofagia no es más que eso, la tendencia nerviosa a morderse las uñas que afecta a más o menos el 30% de la población. Y yo era formaba parte de ese desesperanzador porcentaje.
Estuve años, como supongo que muchos de vosotros y de vuestros conocidos, dando pequeños bocados a mis uñas sin quererlo. Algo que detestaba hacer pero que no podía evitar de ninguna de las maneras. Hasta que me lo propuse verdaderamente. Como cuando se quiere dejar de fumar o de tener una mala alimentación, cuando uno quiere parar de comerse las uñas, tiene que obligarse y concentrar sus esfuerzos para conseguirlo. Y eso hice. A conciencia me dije que tenía que lograrlo y, desde entonces, no he parado de recibir piropos y halagos sobre lo bonitas que son mis manos y lo bien pintadas que llevo siempre las uñas. Un pequeño paso para la humanidad pero, sin duda, un gran paso para mi bienestar personal.
Guía para dejar de morderse las uñas: 5 trucos prácticamente infalibles
Probé varios métodos distintos y de todos aprendí algo. Primero comencé a aplicarme esmalte de uñas con sabores la mar de desagradables, lo que me hizo darme cuenta de lo asqueroso que podía ser este acto tan involuntario. Luego puse marcas en las uñas que me mordía, como si fuesen letras escarlatas de las que debía avergonzarme y, más tarde, me recompensaba si conseguía pasar una semana sin destrozar mis manos. «Si esta semana no te muerdes las uñas, el miércoles puedes ir al cine», me decía; o «Aguanta estos siete días sin arrancártelas y te dejo darte un caprichito en Zara». Conversaciones conmigo mismo que me ayudaban a ser consciente de que era capaz de conseguirlo.
Con el tiempo, acabé aficionándome a llevar las uñas perfectas; yendo una vez al mes a un salón de estética para hacerme la manicura semipermante (con la que uno se obliga a estar una buena temporada sin morderse las uñas); y llevando siempre conmigo una lima y unas pequeñas tijeras. ¡No vaya a ser que una uña se nos rompa y, al verla hecha trizas, nos entren ganas de darle un bocado y solucionar el desastre de la manera más neandertal!